Era extraño.
Estaba en un edificio, pero era como una universidad, o un colegio.
Él escribía algo en un papel, pero yo no podía ver qué era.
Aunque él no participara a mi ritmo, yo sabía que él también me quería.
Era mi nombre, y mi número. No quería dejarlo ir.
Se lo pongo en la mano derecha.
Estábamos en un pasillo angosto, las paredes eran de un café grisáceo, eran claras.
Paro abruptamente mis pasos, así, de la nada. Y él sin poder parar a tiempo, choca contra mi espalda.
Hubo un segundo de silencio. Y nadie se movió.
Estoy segura que los dos sonreímos.
Nos separamos, le miro a la cara y le digo que me tengo que ir.
Él toma un lado del pasillo, y yo el contrario.
Sigo caminando, con el sonido indistinto, mirando a las paredes, los colores verdes y amarillos, y a la gente en su mundo.
Al salir, él me encuentra nuevamente, me para, agarrando mis brazos fuerte, y mirándome a los ojos, como queriendo decir algo importante.
Yo, desafiante, me intento soltar, aunque sabía que su fuerza no me dejaría escapar.
Lo provoco, como tirando gasolina al fuego, le decía cosas.
Y él me apretaba más fuerte.
Haciendo ahora más obvia nuestra diferencia divina, mi rol de inferior.
A mi me gustaba.
Con voz sin sentimientos, le pregunto qué quiere.
Él me suelta, despacio, y aun con sus manos abajo podía sentir la presión de sus manos contra mis brazos. Lo gocé.
Él me mira, como volviéndole la paciencia, y me entrega un papel.
El mismo papel que le vi escribiendo en la sala.
Decía: "Ernesto Carcinio", y su número de teléfono.
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